PREÁMBULO

    El agua es un recurso natural escaso, indispensable para la vida y para el ejercicio de la inmensa mayoría de las actividades económicas; es irremplazable, no ampliable por la mera voluntad del hombre, irregular en su forma de presentarse en el tiempo y en el espacio, fácilmente vulnerable y susceptible de usos sucesivos.

    Asimismo el agua constituye un recurso unitario, que se renueva a través del ciclo hidrológico y que conserva, a efectos prácticos, una magnitud casi constante dentro de cada una de las cuencas hidrográficas del país.

    Consideradas, pues, como recurso, no cabe distinguir entre aguas superficiales y subterráneas. Unas y otras se encuentran íntimamente relacionadas, presentan una identidad de naturaleza y función y, en su conjunto, deben estar subordinadas al interés general y puestas al servicio de la nación. Se trata de un recurso que debe estar disponible no sólo en la cantidad necesaria, sino también con la calidad precisa, en función de las directrices de la planificación económica, de acuerdo con las previsiones de la ordenación territorial y en la forma que la propia dinámica social demanda.

    Esta disponibilidad debe lograrse sin degradar el medio ambiente en general, y el recurso en particular, minimizando los costes socio-económicos y con una equitativa asignación de las cargas generadas por el proceso, lo que exige una previa planificación hidrológica y la existencia de unas instituciones adecuadas para la eficaz administración del recurso en el nuevo Estado de las Autonomías.

    Todas estas peculiaridades, indiscutibles desde el punto de vista científico y recogidas en su doctrina por organismos e instancias internacionales, implican la necesidad de que los instrumentos jurídicos, regulen, actualizadas, las instituciones necesarias, sobre la base de la imprescindible planificación hidrológica y el reconocimiento, para el recurso, de una sola calificación jurídica, como bien de dominio público estatal, a fin de garantizar el todo caso su tratamiento unitario, cualquiera que sea su origen inmediato, superficial o subterráneo. Este planteamiento impone, por tanto, como novedad la inclusión en el dominio público de las aguas subterráneas, desapareciendo el derecho a apropiárselas que concedía la Ley de 1879 a quien las alumbrase. Esta declaración no afecta necesariamente a los derechos adquiridos sobre las aguas subterráneas, alumbradas al amparo de la legislación que se deroga, dado el planteamiento opcional de integración en el nuevo sistema que la Ley establece.

    Por otra parte, la vigente Ley de Aguas, de 13 de junio de 1879, modelo en su género y en su tiempo, no puede dar respuesta a los requerimientos que suscitan la nueva organización territorial del Estado, nacida de la Constitución de 1978, las profundas transformaciones experimentadas por la sociedad, los adelantos tecnológicos, la presión de la demanda y la creciente conciencia ecológica y de mejora de la calidad de vida. Buena prueba de ello es la fronda legislativa que ha sido promulgada hasta la fecha, con variado rango normativo, en un intento, a veces infructuoso, de acomodarse a las cambiantes circunstancias socio-económicas, culturales, políticas, geográficas e, incluso, de supervivencia, como en los casos puntuales de sobreexplotación o grave contaminación de acuíferos.

    Se hace, pues, imprescindible una nueva legislación en la materia, que aproveche al máximo los indudables aciertos de la legislación precedente y contemple tradicionales instituciones para regulación de los derechos de los regantes, de las que es ejemplo el Tribunal de las Aguas de la Vega Valenciana, pero que tenga muy en cuenta las transformaciones señaladas, y, de manera especial, la nueva configuración autonómica del Estado, para que el ejercicio de las competencias de las distintas Administraciones se produzca en el obligado marco de colaboración, de forma que se logre una utilización racional y una protección adecuada del recurso.